Cuéntame un cuento III: `Mono Lunar´por Lucas Naranjo

Hoy tenemos un nuevo relato para la III Convocatoria de Cuéntame un cuento, sección en la que vosotros sois los protagonistas.

Si tienes un relato y quieres que te lo publiquemos, no dudes en mandarlo a webchicasombra@gmail.com, con un máximo de 3000 palabras. El género es libre. Los seleccionados serán publicados aquí en la web. Más tarde, se elegirán los mejores de estos y se formará una antología, la tercera de Chica Sombra.

Hoy os dejamos con `Mono Lunar´, de Lucas Naranjo.



Todas las noches, Max se las apañaba para burlar las defensas de los centinelas y subir hasta lo más alto del orfanato. Siempre había soñado con tener una ventana en su habitación, pero, dado que tenía la obligación de compartir cuarto con otros quince críos en el sótano, debía apañárselas para poder admirar el firmamento nocturno. Después de todo, solo durante aquellas horas de oscuridad podía hablar con su mejor amigo. 

Los otros huérfanos solían tildarla de loca cada vez que les hablaba de él. Solían meterse con ella a raíz de sus aparentemente absurdas creencias, convirtiendo todo aquel entusiasmo en un deprimente silencio. Su voluntad de hierro le impedía ceder ante tanta violencia psicológica y verbal, pero sí era cierto que prefería apartarse del resto o, en el peor de los casos, mentir. No era como nadie más que hubiera conocido, demasiado sensible para los humanos y demasiado insignificante para las estrellas. Deseaba ocupar un lugar en el firmamento, reluciendo con esplendor durante cada noche galáctica. Sin embargo, dado que aquello le quedaba bastante grande, lo único que podía hacer era hablar con alguien que tenía ese mismo privilegio. 

Para la mayoría solo era un astro ceniciento, un satélite solitario que orbitaba alrededor del planeta; para Max era un amigo, un alma junto a la que podía sentirse ella misma. Solía surgir a eso de las once y media, cuando la noche ya se había apoderado por completo de Ciudad Fuego y la luz de luna era la única que alumbraba el mundo. Era durante el plenilunio cuando se dejaba ver con mayor claridad, desvelando un rostro afable y de ojos negros como perlas de azabache bruñido. Una sonrisa comedida adornaba su expresión simiesca, que en el contorno se volvía una con la roca gris. Lo tenía todo para resultar aterrador, como si de un monstruo mitológico se tratara, pero ¿acaso alguien podría mirarlo a la cara y asustarse? Quizá solo un astrónomo, consciente de las consecuencias orbitales que podría traer algo así, pero no parecía que nadie más que ella pudiera ver el verdadero rostro de la luna. Siempre había creído en la magia, aunque no pensaba que eso tuviera nada que ver. Tenía un don, algo que la hacía única, y de alguna manera había logrado conectar con aquel ser cósmico. 

De alguna manera, el Mono Lunar la había escogido de entre tantos millones de humanos para ser su amiga. 

A simple vista, no era más que el rostro de un langur proyectado sobre parte del astro. Parecía parte de un truco, quizá un subterfugio de la imaginación infantil, pero Max estaba plenamente convencida de su existencia. Cosas más raras se habían visto en el mundo: un poco de palabrería científica por parte de su descubridor y se volvían irrelevantes, como si las leyes físicas las volvieran tan aburridas que pasaban a ser parte de la rutina. 

Pero Mono Lunar nunca sufriría algo así. Después de todo, Max le había prometido que guardaría su secreto hasta el final de sus días. Aquellos minutos hasta la medianoche les pertenecerían únicamente a los dos. 

Con precaución, la pequeña se encaramó al balcón y se arrimó a la baranda. Hundiendo los codos en el hierro resquebrajado, recostó la cabeza para estar lo más cómoda posible. Sus diálogos solían ser breves, pero suponían su momento favorito del día. Prefería atesorar con cariño cada detalle del recuerdo. 

—Hola… Max —saludó el Mono Lunar, que desplazó con delicadeza sus finos labios para hablar. A pesar de lo que pudiera esperarse de una criatura de su tamaño, su voz sonaba etérea como una brisa primaveral. Y, dado que nadie más podía escucharla, parecía funcionar como una suerte de señal telepática. Esa al menos era la teoría de la pequeña, aficionada a historietas baratas de ciencia ficción—. Ha pasado… mucho tiempo. 

—Solo un día —dijo la pequeña, que esbozó una sonrisa boba en su rostro. Su colega satelital solía llenarla de ternura—. He leído en un libro que tienes cuatro mil millones de años. Un día no es nada para ti. 

—Lo es… si no estoy contigo. Me siento tan solo… ahí fuera… en el vacío del espacio. 

Curiosa, Max aguzó la mirada mientras sopesaba algunas ideas. Mientras tanto, el Mono Lunar había empezado a sacudir las aletas de su nariz aplastada. A pesar de su limitada movilidad, lograba ser bastante expresivo. 

—Hay algo que siempre he querido preguntarte —le dijo.

—Pregunta… y responderé. 

Antes de hacerlo, Max se vio obligada a contener una risotada. 

—¿Pasa… algo?

Y, al verse incapaz de seguir reprimiendo sus sentimientos, la chica acabó estallando en carcajadas. No obstante, aquella manifestación de gozo cesó tan pronto como recordó que había centinelas en las inmediaciones. Después de todo, se suponía que debía estar durmiendo en el sótano. 

—Es que me hacen mucha gracia esas pausas dramáticas —admitió, su rostro arrebolado—. ¿Por qué hablas así? Suenas como si fueras a estornudar en cualquier momento. 

Había intentado hacerle reír en múltiples ocasiones, aunque todas habían resultado en una gran decepción. No obstante, aquella fue una de las pocas en que consiguió arrancarle al menos una sonrisa. Debía sentirse orgullosa.

—Me gusta hablar… así —admitió el Mono Lunar, cuya voz era un sosiego equiparable a una eternidad de retozo sobre pastos frescos—. No tengo prisas por nada, tampoco… preocupaciones. Cuando ves… lo que yo veo…, te tomas la existencia… a la ligera. 

—Bueno, Deadpool también es inmortal y es mucho más parlanchín que tú. 

—Pero él no existe, Max, y yo… sí. Además, ¿qué haces viendo… esas cosas? Tengo entendido que son… para mayores.

Con su mayor expresión de vergüenza por bandera, la chica se encogió de hombros. El resplandor lunar la arropaba a pesar del frío otoñal.

—Lo siento. Es que no hay mucho más que hacer aquí dentro —aseguró—. Ojalá pudiera elegir las pelis, pero solo tenemos un puñado de discos. Además, la tele está tan vieja que se apagará en cualquier momento. La señora Pozzo dice que no tenemos dinero para comprar otra. 

—Qué… pena. Algún día… podrás ver todas las pelis… que quieras, Max. Te lo prometo. 

—¿Me puedes prometer mejor un perrito?

—Vale, te prometo… un perrito. Pero que sea… adoptado. 

—¿Me lo prometes de verdad?

—Sí.

—¿De verdad de la buena? 

—De verdad… de la buena.

Imaginando un futuro que no tenía certeza de que pudiera tornarse realidad, Max se frotó las manos con ilusión. Tenía una lista de sueños y se la había narrado por completo al Mono Lunar, aun sabiendo que no era ninguna clase de genio. Tampoco se trataba de un dios que pudiera alterar la realidad para concederle mayor fortuna, aunque eso no le suponía una desgracia. Después de todo, su único poder le bastaba: estaría siempre a su lado, esperándola en el firmamento nocturno. 

Solía decirse que el tiempo exacto para tornar incómodo un silencio era de seis segundos, aunque el suyo triplicó aquel límite. El Mono Lunar advirtió que estaba pasando algo extraño, así que abrió los ojos tan de par en par como se lo permitieron los cráteres fronterizos. No relucían con tanta fuerza como el sol, pero podrían conceder esperanza a medio universo. 

—Te conozco bien… y sé distinguir cuando no confías… en mis promesas —aseguró con su voz de langur cósmico—. Solo son palabras, pero estas… pueden ser más poderosas… que cualquier espada. Créeme. 

A menudo, Max sufría súbitos cambios de humor. Era un rasgo habitual de la gente de su edad, aunque su caso era especial. Al fin y al cabo, estaba tan acostumbrada a soñar como a llevarse chascos.

—Siempre dices que todo cambiará cuando sea grande y salga de aquí, pero eso nunca llega —dijo la triste chica, la sien reposando contra su propio hombro. 

—Debes tener paciencia… y escupir el dolor. 

—Es fácil decirlo cuando llevas tanto tiempo ahí arriba. 

—No siempre estuve aquí… aunque te cueste creerlo —admitió el Mono Lunar, que adoptó su habitual entonación narrativa. Sabía cuánta ilusión solía hacerle a la pequeña, apasionada de sus historias. Su repertorio era escaso y siempre acababa contando las mismas, pero no se cansaba de ellas—. O sea, la luna… tiene tanto tiempo como el mundo… o nuestro sol. Pero yo llegué… después. 

De nuevo henchida de alegría, Max se incorporó para adquirir la mayor altura posible. Aún le quedaban años de crecimiento, así que confiaba en que lograría alcanzar con la mano a su amigo galáctico algún día. Era un sueño de tantos, aunque ni siquiera le resultaba tan remoto como algunos otros. 

Después de todo, habiendo nacido y crecido lejos de cualquier familia, no había nada que pudiera hacer para remediar su soledad.

—Quiero volver a oír cómo naciste —le pidió. 

—¿No te lo he contado ya… setenta y seis veces? 

—Que sean setenta y siete. 

Convencido de que eso la haría feliz, el Mono Lunar dejó de cuestionar sus peticiones y se puso manos a la obra. Pensar en esa expresión por poco no le sacó otra sonrisa: resultaba tan irónico teniendo en cuenta que solo era una esfera perfecta con un rostro sobre su superficie. Max le había pegado sus expresiones humanas, aunque no le hacían sentirse acomplejado. 

Quizá echara de menos sus manos, pues no podría volver a dar abrazos, pero no cambiaría lo que era por nada del universo. 

Si no se hubiera convertido en aquella criatura satelital, ¿acaso quedaría una sola brizna de esperanza en el corazón de la pobre niña? 

—Alguna vez tuve una mamá… como tú —empezó a contarle el Mono Lunar, cuyos reflejo ocular se tornó de un azul acuoso—. En algún bosque o selva… dormía plácidamente… aferrado a su pelaje. La quería mucho… y ella a mí…, pero me apartaron de sus brazos. Era muy pequeño… y no pude hacer nada. Chillé mientras aquellos hombres… me metían en una bolsa… y oía a mi madre agonizar… lejos de su única cría. 

Max recordaba cuánto lloró la primera vez que le contó sus orígenes. De hecho, no dejaron de humedecérsele los ojos hasta la séptima vez. Era una historia cuando menos deprimente, un retrato de la crueldad humana y su capacidad para destruir todo lo bello que había en el mundo. Sin embargo, eso ni siquiera era lo que más la conmovía. A diferencia de ella, el Mono Lunar sí recordaba sus orígenes, aunque únicamente gracias a que había adquirido conciencia cósmica durante su conversión en aquella entidad superior. Aun así, sus casos parecían idénticos: ambos habían perdido a su madre hacía tanto tiempo que ya era tarde para intentar recuperarla. 

Darle más vueltas resultaba tan deprimente que podría inundar de lástima todo el orfanato, pero al menos sabía que podía contar con él. El sentimiento era recíproco, así que su soledad nunca sería tan rotunda. 

—Ya sabes… lo que aconteció después —continuó el simio cósmico—. Me vendieron como mascota… y luego como sujeto de pruebas. Unos astrónomos me encerraron… en una jaula blindada… y me enviaron al espacio. Era una misión solo de ida… y nadie subiría para rescatarme. Tres veces vi salir el sol… y pensé que hasta ahí había llegado todo. Pero, al acercarme a la luna…, su órbita me recibió… con una oleada de rayos cósmicos. 

A pesar de su afición por las historias pulp, Max estaba convencida de que nunca lograría comprender aquella parte. ¿Cómo era posible que una serie de rayos provenientes de otra galaxia pudieran infundir un satélite con el espíritu de un pequeño y triste mono? Estaba claro que había cosas que la ciencia nunca sería capaz de explicar, pero su caso implicaba varios de esos aspectos. Aunque pudiera llegar a encontrársele cierta lógica, ¿cómo se explicaba su aprendizaje verbal? ¿De qué manera se nutría o respiraba? 

Más de una vez, la pequeña se había planteado estudiar ciencias para llegar a desentrañar aquellos misterios. Sin embargo, siempre acababa concluyendo lo mismo: de darles una explicación, toda su magia se desvanecería para siempre. 

Quizá también lo hiciera su vínculo. Desde luego, no estaba dispuesta a correr ese riesgo.

—Mono Lunar —le dijo cuando el relato concluyó, su imaginación varada más allá del espacio-tiempo. 

—¿Sí? 

—Van a ser casi las doce. Tengo que volver antes de que sospechen. 

—Es cierto —dijo el primate galáctico—. Cuídate, Max, y ten… monitos sueños.

Arrebolada de dulzura, la chica estuvo por volverse definitivamente. Sin embargo, necesitaba mirar una vez más a su amigo a los ojos. Tan cerca pero a la vez tan lejos, pensó mientras lo observaba relucir en su órbita. 

—Siempre me prometes cosas, Mono Lunar —le comentó—. Esta vez quiero ser yo quien te prometa algo. 

Expectante, el simio parpadeó con su habitual sosiego. No existían inquietudes dentro de aquella cabeza de roca gris. 

—Algún día creceré tanto que te alcanzaré y estaremos juntos para siempre —le dijo Max desde la soledad de su alféizar. Se escuchaban rumores en la lejanía del pasillo, así que no podría permanecer durante mucho más tiempo—. Esta vez no es solo una promesa. Es nuestro destino. 

A punto de sonreír nuevamente, el Mono Lunar le preguntó: 

—¿De qué película… has sacado eso?

En respuesta, Max descendió del escalón principal. Poco a poco fue alejándose de la ventana, que empezó a cerrarse por sí sola a causa de la brisa nocturna. Las cortinas se batieron como las alas de una polilla recién surgida del capullo. 

—De aquí dentro —dijo mientras se llevaba la mano al corazón, gesto efímero pero tajante—. Hasta entonces, adiós. Nos veremos mañana, ¿vale?

Con su último fulgor de medianoche, Mono Lunar logró penetrar más allá del cristal para alumbrar el rostro de Max. Cuando se desvaneció, su rostro plasmado sobre el astro empezó a hacerlo también. 

—Si el ciclo nocturno lo quiere…, así será —dijo—. Te protegeré… desde aquí arriba. Adiós, Max. Un abrazo… de albaricoque. 

Bien pudo la niña haberse ahogado en lágrimas, consciente de que muchos de aquellos deseos se perderían en la inmensidad de la noche. Sin embargo, con aquellas dulces palabras retumbando en la cabeza, prefirió sonreír. 

Algún día, cuando todo el dolor hubiera quedado atrás, podría abrazar a su amigo y darle las gracias por tanto.



Chica Sombra

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