Hoy tenemos un nuevo relato para la III Convocatoria de Cuéntame un cuento, sección en la que vosotros sois los protagonistas.
Si tienes un relato y quieres que te lo publiquemos, no dudes en mandarlo a webchicasombra@gmail.com, con un máximo de 3000 palabras. El género es libre. Los seleccionados serán publicados aquí en la web. Más tarde, se elegirán los mejores de estos y se formará una antología, la tercera de Chica Sombra.
Hoy os dejamos con `La casa en la cima de la colina´, de Eryn Novak.
—No esperaba verle tan temprano, señor Graves.
La enjuta mujer canosa que me recibe me ofrece la mano a través de la verja. Se la estrecho y me resulta fría y húmeda al tacto, nada que no se pueda esperar de una mañana nublada como esa. Un septiembre cualquiera en el pueblo de Winchester, Hampshire. Imagino que las mías no se encuentran en un estado mejor pero confío en que la señora Hettford… ¿Hillford? no lo mencione.
—Por favor, llámeme Bobby. El señor Graves era mi difunto padre y no quiero empezar a parecer demasiado mayor —respondo en un fútil intento de humor que parece evitar por completo a mi interlocutora, cuya expresión se torna repentinamente seria.
—En Blackhill no nos reímos de los muertos, señor Graves.
No quiero causar una mala impresión con mi respuesta, así que me limito a agachar la cabeza y murmurar un escueto «perdóneme» que espero que sea suficiente.
Cuando vuelvo a alzar la vista, los ojos de la señora Hallford, ¿Helbert? ¡Helbert! siguen fijos en mí. Transcurren unos segundos que se me hacen como horas donde paso incómodamente mi peso de un pie a otro y me pregunto si no habré sido despedido antes de entrar por la puerta. Suspiro y estoy a punto de girarme cuando su rostro parece sufrir un pequeño espasmo y me sonríe, como si alguien la hubiese despertado de un sueño con un golpe seco en el hombro.
—Adelante, señor Graves.
El enorme portón de hierro de Blackhill se abre de nuevo ante mí con un suave chirriar de los goznes. El camino hasta la entrada principal es de gravilla, que se cuela por la suela de mis zapatos, y una hilera de setos separa la zona de juegos del resto del terreno de la mansión porque Blackhill es, ante todo, una mansión como jamás he visto otra.
La señora Helbert me guía en silencio a través de un largo pasillo y aprovecho la ausencia de conversación para observar la decoración. Todo son retratos de miembros de la adinerada familia Sallow, dueños de aquella enorme construcción, bien queridos en el pueblo pero de los que apenas se volvió a saber después de la desgracia que les aconteció aquel fatídico otoño. Yo mismo poseo remanentes de la enfermedad en mis pulmones, pero no me llevé, ni mucho menos, la peor parte. Los pequeños Leah y Arthur me contemplan pacíficamente desde sus respectivos cuadros, congelados para siempre en esos seis años. Un bebé me sonríe en brazos de una mujer elegante que sostiene la mano de un hombre alto de mirada amable. Poca información de lo que sucedió llegó hasta el pueblo, a pesar del intento de muchos por contactar con los desolados padres para ofrecerles su apoyo. Solo sé que varios meses después de la tragedia, un carruaje salió de Blackhill para no volver jamás. Hubo quienes afirmaron que únicamente vieron en él el rostro sombrío de Jonathan Sallow, aunque, dos años después, cuando se reabrieron las verjas de la mansión para reconvertirla en orfanato, solo encontraron tres cruces infantiles en el jardín trasero.
Una fría luz mortecina entra por cada uno de los ventanales que se van descubriendo al descorrer las pesadas cortinas del salón al que hemos llegado. Observando su encogida silueta, que se mueve con energía a pesar de la avanzada edad visible en sus arrugas, me asalta un impulso horrible y repentino de preguntar si aún siguen allí esas pequeñas tumbas y si los niños que viven aquí lo saben. Si saben que no pisan suelo virgen, que la tierra sobre la que saltan está podrida de muerte y que corren y juegan por encima de huesos y carne descompuesta por los gusanos y el tiempo. Es un pensamiento intrusivo y oscuro que se va con la misma rapidez con la que llega, pero que me deja un regusto amargo a bilis en la boca y una sensación de frío interior que me hace tiritar.
—...una pena lo de estos niños. Al menos tres o cuatro visitas cada mes, pero nunca parecen convencidos y después no vuelven... ¿Se encuentra bien, señor Graves?
Me doy cuenta de que la señora Helbert ha estado hablando todo este tiempo y yo no he entendido ni una palabra.
—Sí, sí, disculpe. —Me sacudo los restos de malestar del cuerpo. Mi mente trabaja rápido intentando fabricar una mentira—. Esta casa es… no tengo palabras para describirla.
La mujer me sonríe beatíficamente.
—Le entiendo perfectamente, señor Graves. Todas las familias que nos han visitado han tenido la misma reacción. Es el efecto que Blackhill suele tener en las personas.
Me guardo de comentar nada al respecto mientras la observo limpiarse las manos en la gruesa falda negra.
—¿Le gustaría conocer a los niños?
—Por supuesto.
La mera idea me devuelve un poco de tranquilidad. Para eso estoy aquí, al fin y al cabo. Para cuidar a estos niños desamparados a los que, aparentemente, nadie quiere incluir en sus familias. Admito que me cuesta entender el por qué cuando la señora Helbert me los pone delante. Cinco caritas me contemplan desde el marco de la puerta. Diferentes edades. La mayor sostiene un bebé en sus brazos, pero todos tienen ese brillo inocente de la infancia en sus ojos.
—Estos son Danny y Sam.
Dos niños cogidos de la mano dan un paso hacia adelante. Hermanos, supongo. No más de un par de años de diferencia entre ellos asumiendo que no superan los diez. La forma en la que el mayor (¿Sam? ¿Danny?) sujeta posesivamente al pequeño me hace pensar que, o bien llevan poco tiempo en Blackhill, o el periodo que pasaron abandonados ha sido lo suficientemente duro como para dejar secuelas.
—Danny, estás haciendo daño a tu hermano.
El niño nos mira con desconfianza, pero parece aflojar el agarre y el pequeño Sam sale disparado hacia mis piernas. Me agacho para quedar a su altura con la intención de resultar menos amenazante, pero no parece asustado por mi presencia, ¿aliviado quizá? No soy un experto en desentrañar las emociones infantiles, pero algo me dice que se alegra de verme. Le cojo en brazos y sus manos me rodean el cuello mientras atiendo al resto de presentaciones: Jacqueline, una niña de aproximadamente la edad de Sam, y la mayor, Lucy, que aprieta al bebé Michael contra su pecho. De todos, es la única que desprende abierta hostilidad. Muy a mi pesar, imagino que eso es lo que dificulta su adopción, demasiado adulta y desconfiada.
Ninguno ha hablado, pero no quiero presionarles. Tendremos que acostumbrarnos unos a otros con el tiempo.
Eso, si consigo durar un poco más que la anterior cuidadora.
Dejo a Sam en el suelo y la señora Helbert los manda a jugar fuera.
—¿Qué le han parecido?
—Encantadores.
Y es la verdad. A pesar de sus actitudes reacias, no concibo que unos potenciales padres visiten este lugar y decidan pasar de largo.
—Tenemos mucha suerte de tenerle entre nosotros, señor Graves —dice con tono solemne. — Acompáñeme y le mostraré su habitación.
Asiento y la sigo de nuevo por el pasillo hasta llegar a unas gigantescas escaleras que llevan al piso superior. Mi cuarto se encuentra en la misma ala que el de los niños. La señora Helbert me deja unas horas para que organice mis cosas y descanse si lo necesito antes de comenzar con mis nuevas tareas. No estoy cansado realmente, pero me tumbo en la cama con un golpe seco y cierro los ojos. Siento que en los pocos minutos que llevo allí he pasado un examen importante, aunque no tengo muy claro quién me está evaluando.
*****
No es hasta tres semanas después que empiezo a notar que hay algo en el ambiente. No soy capaz de decir el qué, pues no interrumpe mis labores diarias ni tampoco mis sueños. Sigo preparando a los niños para sus clases y les acompaño durante las comidas, cuidando que nadie dé un bocado excesivamente grande. Los más pequeños se han acostumbrado rápidamente a mi presencia y Michael ya no llora en mis brazos. Danny aún experimenta cierta desconfianza hacia mí, pero se ha sumado en alguna ocasión a mi hora de juegos con Sam. Incluso Lucy parece más abierta, aunque de vez en cuando la descubro observándome con atención. Es algo a lo que termino por acostumbrarme. La señora Helbert se encuentra siempre atareada y rechaza todos mis ofrecimientos de ayuda, insistiendo en que mi labor es ocuparme del bienestar de los huérfanos cuando no están siendo educados por la profesora Kellton. Eso me proporciona bastantes horas en las que me encuentro ocioso y que dedico a pasear por el jardín de la casa. A pesar de esa breve incomodidad que experimento cada vez que mis pasos me llevan sin querer al lugar donde yacen los pequeños Sallow, la actividad me resulta extraordinariamente placentera. Por desgracia, los días de lluvia como el de hoy entorpecen por completo mis planes y me obligan a mantenerme a buen resguardo dentro de la casa. Detesto mantenerme inactivo en mi habitación, pero es lo que me permite escuchar algo que, de otra manera, me habría pasado desapercibido: una voz en la sala de juegos. A pesar de la sensación incómoda que me recorre, me obligo a moverme. La puerta está entreabierta y es un alivio ver a Jacqueline jugando con una muñeca.
Jane se marchó, se marchó.
El muro se la tragó, se la tragó.
¿A dónde fue? ¿A dónde fue?
Consigue ponerme los pelos de punta a pesar de ser una ridícula canción infantil.
—¿No deberías estar en clase, Jacqueline?
La niña me mira, sobresaltada.
—Mamá quería jugar conmigo—responde tímidamente.
¿Mamá?
Puedo entender perfectamente que a veces la imaginación es la única compañía de un niño que lo ha perdido todo a una edad tan temprana. A pesar de eso, no es momento para juegos. La cojo en brazos con cuidado y la niña se deja hacer con pasividad.
—Lo siento, mamá —susurra a la nada.
Cierro la puerta tras de mí. Una parte irracional de mi cerebro agradece no haber escuchado una respuesta.
Llego al aula improvisada por la profesora Kellton, que no parece especialmente impresionada por la ausencia de una de sus alumnas. Tiene en ese mismo aire ausente que detecto a veces en la señora Helbert. Es Lucy la que se levanta para arrebatarme a Jacqueline de las manos y mirarme, una vez más, con cierta ira. La monótona voz de la profesora nos interrumpe.
—Gracias, señor Graves.
Y se da la vuelta para seguir con la clase. Una forma nada sutil de despedirme.
El viento sopla con fuerza, así que procuro cerrar todas las ventanas. Me ocupo de la sala de juegos a toda velocidad, aunque sigue vacía.
*****
Los noviembres en Winchester se pueden resumir en una palabra: lluvia. Una cortina de agua cubre el pueblo de forma constante y, en cierto modo, todo el mundo modifica su día a día para adecuarse a las inclemencias. En Blackhill, los niños pasan más tiempo que nunca en el interior de la casa y eso se traduce en una relación más estrecha conmigo. Jacqueline apenas juega sola en la habitación, y Sam y Danny me piden que les lea por las noches. Las historias suelen ser breves, pues los niños no deben trasnochar, así que no será pasada la medianoche cuando cierro la puerta de su cuarto y me dirijo a la mía, no sin antes echar un último vistazo al bebé, en la habitación contigua. Podría asegurar que es culpa del viento que se cuela por las ventanas, pero están convenientemente cerradas, así que no hay ninguna explicación posible para que la cuna se esté meciendo rítmicamente como accionada por un resorte que se detiene en cuanto pongo un pie en la estancia. Intento no alarmarme cuando compruebo que Michael duerme apaciblemente, totalmente ajeno al mundo, pero no puedo evitar que mi cabeza se pueble de pensamientos terribles cuando cierro los ojos esa noche. Oigo voces, murmullos, manos invisibles que se cierran en torno a mi cuello y no me dejan respirar.
La tenue luz del sol me despierta al día siguiente junto a la tímida voz de Sam.
Lucy ha desaparecido.
*****
Es día de mercado en el pueblo y la señora Helbert ha salido de buena mañana, así que estamos solos en la casa los niños y yo. Mi primer pensamiento es que la muchacha se ha escapado, pero creo conocer lo suficiente su carácter como para saber que no es así. Lucy protege a sus hermanos a su manera, con un celo que raya en lo obsesivo, aunque no son familia de sangre. No es posible que los haya abandonado.
Inicio una expedición con los niños pegados a mis piernas y el bebé en brazos, empezando por el jardín. ¿Un accidente trepando a un árbol? ¿Un desmayo? Con suerte, solo habrá sido una conmoción. Algún hilillo de sangre que se cura con gasas y reposo. Pero nada parece haber sido perturbado allí fuera. Investigamos en las habitaciones de la planta inferior, incluso en las que parecen atascadas y solo guardan muebles viejos. En mi mente hay un rezo constante. De repente, Jacqueline tira de los pliegues de la camisa que asoman bajo mi jersey.
—¿Y el sótano?
No recuerdo haber escuchado mencionar a nadie un sótano, pero la niña me coge igualmente de la mano y me lleva a través de la cocina hasta una puerta marrón que jamás había visto, a pesar de que he comido varias veces con la señora Helbert a escasos pasos de ella. El pomo es antiguo, pero Jacqueline lo abre sin problemas. Bajamos unas escaleras desvencijadas y mal iluminadas en las que solo yo tengo dificultades para avanzar, pues los niños se mueven con la soltura de quien conoce bien el terreno.
Lucy está sentada con las piernas cruzadas sobre un círculo de tiza blanca, justo en el centro de la habitación. Su expresión es serena, como si durmiese. Oigo murmullos, risas, piernas de niños que corretean. Todo parece provenir de las paredes.
Lucy habla con voz extraña y profunda.
—No deberías haber venido, Robert Graves.
La puerta se cierra con violencia a mis espaldas y me revuelvo con intención de escapar, pero Danny me sujeta una pierna con una fuerza sobrehumana mientras Jacqueline y Sam hacen lo propio con la otra. Lucy se incorpora y se acerca lentamente para arrebatarme a Michael de las manos.
Ahora que la chica se ha movido, me fijo por primera vez en el dibujo que hay en la pared de detrás. Los trazos son torpes y temblorosos, propios de la mano de un niño, pero representa un ojo enorme y abierto con una pupila blanca que nada en la córnea negra como el fondo de un pozo.
—¿Q-qué está sucediendo?
—Tú sucedes, Robert Graves.
Lucy está a mis espaldas y me empuja. Los críos hacen fuerza para que únicamente pueda caminar en línea recta hacia la pared, hacia ese enorme ojo que quiero que se cierre. Noto la pared caliente y pulsante cuando mi mejilla entra en contacto con ella. Los niños me sueltan de golpe, pero no puedo moverme hacia ningún lado, solo girarme sobre mí mismo como la bailarina de una caja de música.
—Lucy…
La chica comienza a moverse frenéticamente por la habitación, acunando a Michael contra su pecho.
—Es su culpa. Siempre es su culpa. Usted no lo entiende. Ella no lo entendió. Hemos tratado de hacérselo ver.
—¿Ella?
Lucy me mira con el desprecio con el que se contempla a un insecto aplastado.
—La chica a la que está sustituyendo, Bobby. ¿Sabe qué pasó realmente?
La versión oficial de la historia de Jane Feyer era breve y bien conocida en el pueblo. El muchacho que la cortejaba, un chico de mal aspecto, la convenció para que abandonara su trabajo y se fugara con él. Una suposición errónea basada en prejuicios que no se discutió cuando nadie volvió a ver al muchacho.
Miro a Sam, a Danny, a Jacqueline, cogidos de la mano con sus inexpresivos ojos fijos en los míos. Lucy sigue hablando. Su voz destila veneno.
—Es el error que cometen todos. Pensar que hay que sentir lástima de los pobres huérfanos y prepararnos lo mejor posible para que una buena familia nos adopte. Creer que le necesitamos… —Escupe al suelo con asco.
—Pero la señora Helbert…
Noto que a cada palabra que digo mi cuerpo se aprieta más contra la pared y, si no fuera porque es físicamente imposible, diría que me estoy hundiendo en la piedra.
—¡La señora Helbert se ocupa de satisfacer las necesidades básicas de este sitio y nada más! ¿Se ha preguntado alguna vez por qué ninguna de esas familias ha vuelto?
Lucy se acerca unos pasos hasta quedar a mi altura. Sus ojos son dos pozos profundos de odio.
—¿Qué le hace pensar que se han ido?
La roca está empezando a cernirse sobre mí. Me sella los labios y me cuesta respirar.
—Jane Feyer lo intentó. Hacerse nuestra amiga, cuidarnos como si fuese una madre, pero ¿sabe qué? No nos hace falta. Nosotros ya tenemos una madre, Bobby. La casa nos cuida. Annette Sallow se ocupó de ello hace tiempo.
Con ojos aterrorizados, miro cómo la piedra avanza poco a poco por mi pecho hasta llegar al cuello, luego a mi cara, y cubrirme prácticamente la visión. Lo último que consigo ver es cinco caras que parecen despedirse de mí con sonrisa robótica.
Ya no puedo ver nada. No puedo hablar. Pero los escucho.
Bobby se marchó, se marchó.
El muro se lo tragó, se lo tragó.
¿A dónde fue?
¿A DÓNDE FUE?
Me ha encantado. Bravo.
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