Bienvenidos a la II Edición de la sección Cuéntame un cuento, donde vosotros sois los protagonistas. Cada domingo publicaremos un relato que seleccionaré de entre todos los que me enviéis a webchicasombra@gmail.com. El género es libre, y la extensión un máximo de 3000 palabras.
Hoy os dejo con Noche agitada en el cementerio, de Cristian Leonel.
“Que lamento este cuento
Cuánto valen nuestros cuerpos”
Desde la Av. Varela hasta la Av. Lafuente, se extienden los complejos de edificios más grandes de Flores Sur. En medio de ambos se encuentra la calle San Pedrito, que, a esa altura del olvidado barrio, desemboca contra el gran muro del Cementerio de Flores, lugar donde muchos niños de la zona solían aventurarse entre las enormes e impactantes bóvedas familiares que se localizan en el interior. Algunos ingresaban por la entrada de Av. Lafuente, ya que no es custodiada por nadie. A escasos metros luego de traspasar la reja —que ni siquiera estando cerrada cumple la función de evitar que alguien se aventure por las noches—, se hallan los nichos más antiguos del barrio. Muchos llegan a tener hasta un siglo de antigüedad.
Los cuidadores del enorme sitio sabían que los niños iban a jugar a ese sector, pero no les decían nada. Esa zona se hallaba abandonada por los familiares. Nadie osaba ir hacia ese sector. Los pasillos solo eran recorridos por aquellos que se animaban a aventurarse.
Romina y Sebastián eran los cuidadores nocturnos del cementerio. Comenzaron a trabajar el mismo día y, desde ese momento, las rondas nocturnas las realizaban juntos.
Cruzar la gran cantidad de hectáreas durante las noches de invierno no era un trabajo sencillo. El frío azotaba de forma inclemente, cuando la lluvia se adueñaba de los cielos, y les resultaba difícil caminar por la cantidad de tierra que cubría el lugar. Intentaban ir cerca el uno del otro, por si llegaran a encontrar algún saqueador o ladrón de bronce. En los últimos años, con el aumento de venta de drogas en la zona, se encontraron con un nuevo dilema: lidiar con los “zombis” que irrumpían el recinto para delinquir. No le hacían asco a nada. Desde pedazos de lápidas, hasta entrar a la capilla para llevarse lo que encontraran.
La zona de tumbas olvidadas era un segmento en el cual intentaban no hacer recorridas. Ahí no había nada de valor para los perpetuadores de la noche. De todas formas, debían pesquisar de vez en cuando. En lo posible trataban de realizar el control durante el día, porque el sitio se localizaba muy lejos de la garita de control. Debían ir desde la entrada principal, sobre Av. Varela, hasta llegar a la entrada de Av. Lafuente. El trayecto se extendía por los dos complejos del barrio, los monoblock Dr. Mariano Castex y los edificios de Fonavi2. Las pocas torres que tenían ambos complejos alcanzaban a tener veintidós pisos, y desde el cuarto o quinto era posible visualizar la gran extensión de tumbas del cementerio, pero la zona abandonada no era posible divisarla. Sobre ella caían gran cantidad de ramas de árboles y en el invierno una densa niebla la cubría en toda su extensión.
Durante el día, el barrio gozaba de cierta tranquilidad con el movimiento de los niños que asistían al colegio. Por las noches, era otro cantar. Emergía una oscuridad digna de una maldad oculta, haciendo que los casos de violencia aumentaran, sobre todo los fines de semana, donde todo se ponía peor. En las cercanías del hospital ubicado sobre Av. Varela, podían vislumbrarse restos de sangre por doquier, muchos de aquellos que la perdían serían los nuevos residentes del cementerio, que de ningún modo se quedaba sin vacantes.
Llovía de forma torrencial. El pronóstico afirmaba que era la peor tormenta de los últimos años. Para los cuidadores del cementerio, esas eran las peores noches. Intentaban no moverse de su garita. Usualmente, solían ser las noches más pacíficas, ya que eran pocas las probabilidades de que un intruso merodease el reciento.
Romina observaba los relámpagos que cobraban vida a través de la ventana de la cabina. El lugar era chico y acogedor para ellos dos. Después de tantos años de trabajo en conjunto, lo tenían armado a su gusto.
—¿Me convidás un cigarro? —indicó Sebastián.
—No me digas que solo contamos con los míos. Porque, si es así, va a ser una noche larguísima —contestó Romina.
—Lo será —replicó Sebastián poniendo los pies sobre la pequeña mesa que tenía delante suyo.
Romina puso a calentar agua en la pava eléctrica que poseían. Las noches que no solían hacer la habitual recorrida, las reemplazaban con mates amargos y muchos cigarrillos. Sebastián se encargaba de cebarlos y, entre mate y mate, imaginaban situaciones paranormales en el cementerio. Después de todo, trabajaban en el núcleo de las cuestiones extrañas. Fantaseaban historias para matar el tiempo. Cuando la tormenta azotaba sobre ellos, las noches eran interminables.
Abrieron un poco la ventana para que entrase algo de aire. El vidrio se encontraba totalmente empañado y no permitía ver más allá.
—¿Escuchaste eso? —preguntó Romina—. Sí, parecía una rata retorciéndose, ¿no?
—Vamos a ver qué fue.
—¿Qué? ¡Ni en pedo salgo con esta tormenta! —rechazó Sebastián cebándose un mate.
—Dejá, voy yo. Quédate tranquilo y seco en tu lugar.
Romina recogió su linterna y se puso el impermeable que le sería de poca ayuda. Abrió la puerta poco a poco, evitando que el viento voraz volara todas las planillas de supuestos controles que tenían dentro de su oficina.
Apuntó con la linterna hacia los arbustos que había cerca de la garita. Dio unos pasos hundiendo las botas dentro de un charco que no vio. No podía creer su suerte, creía que iba a tener una noche tranquila y ahora se descubría empapada. Oyó algo cerca de su posición. Detrás de los arbustos vio al roedor que gemía y se retorcía de dolor. Lo apuntó con su luz y notó que agonizaba. Se agachó percatándose de que estaba rodeado de sangre. El pequeño animalito dejó de respirar.
Escuchó unos pasos chapoteando detrás de ella y, con algo de miedo, volteó velozmente.
—¡Tranquila! —dijo Sebastián—. ¿Te asusté?
—Pelotudo, me hiciste cagar toda —objetó Romina con la respiración agitada—. ¿Qué haces acá? ¿No dijiste que no ibas a salir con este temporal?
—De hecho, no quería, pero me empezó a carcomer la culpa. Así que acá me tenés. ¿Qué pasó que estás agachada?
—Mirá esto —replicó Romina y señaló al animal muerto.
—¡Qué asco! ¿Por qué lo mataste?
—Yo no hice nada. Escuché un ruido y la encontré agonizando, hasta que murió.
—¿Es posible que un gato haga algo así? —preguntó Sebastián alumbrado la zona, como queriendo descubrir al causante de tal feroz acto.
—No lo sé —respondió Romina levantándose—. Jamás vi que un gato destripase a una rata de esta manera. Y me sorprende la falta de sangre. ¿No te parece que es muy poca?
—Mirá para ese lado —expresó Sebastián, apuntando con su linterna—. Hay rastros de sangre yendo hacia los nichos.
Romina iluminó el sitio indicado por su compañero y no salía del asombro. Cruzaron miradas que dijeron más que mil palabras y emprendieron tras ese camino de migajas que los llevaba hacia el interior de las sepulturas. La entrada era de proporciones faraónicas. La primera vez que Romina hizo una ronda en aquel sitio, un escalofrío recorrió su cuerpo. El aroma a cementerio era más fuerte ahí dentro. De día asustaría a cualquier valiente que se adentrase en esos pasillos; de noche, las penumbras destrozarían la psiquis de cualquier persona cuerda.
—¡Mirá eso de ahí! —exclamó Sebastián dirigiéndose con algo de velocidad hacia un costado de una tumba.
—¡Dios mío! —dijo Romina tapándose la boca—. ¿Quién pudo haber hecho algo así?
Frente a ellos se hacía viva la imagen de un gato con el vientre desgarrado, repitiéndose la escena del roedor. No había sangre en lo absoluto. Sebastián vomitó del asco que le dio ver las entrañas del animal. Cerca del cadáver, otras gotas de sangre se hacían notar.
—Vení, sigamos el rastro —indicó Romina.
—Volvamos a la garita, esto es un asco —exclamó Sebastián—. Debe haber un perro que se volvió loco y esta amasijando lo que encuentra a su paso.
—¿De verdad crees que un perro puede tener tanta saña? ¿Y la sangre? ¿Los mutila y se toma los jugos?
Sebastián, sorprendido, se llamó a silencio y siguió de cerca a su compañera por la retaguardia. Ambos vigilantes encontraron dentro del descomunal edificio dos gatos más y nuevos rastros que los conducían hacia el exterior en sentido a las bóvedas familiares, la zona adinerada del recinto.
Pasaron por la bóveda de la familia Olivares, la más cuidada de todas. Todos los trabajadores del cementerio tenían un plus por parte de la familia por cuidarla mejor de lo que hacían habitualmente. A escasos metros de ella, vieron un perro con el cogote desgarrado. No lo habían mutilado salvajemente como a los demás animales, pero corrió la misma suerte que el resto. Una muerte rápida, o al menos es lo que observaban los cuidadores nocturnos.
Sebastián no quiso mirar. Romina fue la única espectadora del cadáver.
—Mirá Romi, tenemos más migajas de pan. Llevan para las antiguas tumbas.
—La puta madre, ese lugar me hiela la sangre. ¿Desenfundamos el arma?
—¿Para tanto? ¿No es un poco exagerado?
—Estás todo cagado, vomitaste del asco, ¿y me preguntás si es exagerado?
Sebastián no contestó. La lluvia que caía sobre ellos finalizó del mismo modo que había cobrado vida, de golpe. Sobre ellos, el cielo estaba totalmente negro, como la misma penumbra que cubría el depósito de cadáveres. Cualquiera que viera aquel clima, pensaría que no existía nada más oscuro que las nubes que cubrían el cielo. Para los cuidadores había algo más negro que las nubes, y eso era el interior de las antiguas tumbas. Cuatro largos y angostos pasillos eran la residencia de las tumbas con varias décadas en su haber.
En una mano llevaban la linterna, en la otra su arma. Nunca habían hecho uso de ella, portarla era parte del trabajo. Entraron en el primer pasillo, aquel que daba a un pequeño paredón que desembocaba en la salida de la Av. Lafuente. Las pequeñas manchas de sangre finalizaban frente a las tumbas más añejas. Una fila donde había cuatro ataúdes.
Romina buscaba señales de rastros. Todo terminaba donde ellos se localizaban. Sebastián iluminó una de las tumbas descubriendo que una se encontraba abierta. Era la de Belek.
—Seba, ¿qué te pasa? Parece que viste un fantasma.
—Mirá Romi —contestó con algo de nerviosismo iluminando el nombre de quien debían yacer los restos dentro del féretro—, hay una tumba abierta. Fíjate de quién es.
—¿Belek? ¿El de la leyenda? ¿En serio existió?
Algo detrás de ellos generó un ruido que los sobresaltó. Sebastián jaló del gatillo iluminando con el fogonazo el antiguo pasillo. Con lentitud, se acercó hacia el lugar de donde provenía el ruido, descubriendo los restos de otro animal mutilado.
—Romi, vámonos de acá, por favor. No aguanto más.
Detrás de él oyó que algo se desgarraba. Puso en alto su arma y se giró, poco a poco, en dirección al lugar donde se hallaba su compañera.
No creía lo que veían sus ojos. Por su frente corrió una gruesa gota de sudor. Nunca había sentido tanto terror en su vida. El miedo lo paralizó. Estático, parado en aquel pasillo, veía lo que aparentaba ser un hombre de baja estatura, que desgarraba la caja torácica de Romina y bebía su sangre.
Disparó tres veces sin acertar. El monstruo no dejaba de saborear el festín que tenía ante él. Sebastián volvió a disparar hasta quedarse sin balas. Continuó jalando del gatillo por más que no poseía municiones. Estaba en shock.
El atacante se acercó lentamente. No medía más de un metro veinte. Tenía las orejas un tanto puntiagudas y de su boca emergían dos colmillos. Su pequeño cuerpo estaba cubierto de sangre, tal vez de Romina.
Sebastián, inmóvil, cayó al piso a causa de un empujón que le ocasionó la criatura. Se montó sobre él y comenzó a desgarrarle el bajo vientre.
Sebastián estaba vivo cuando vio salir sus entrañas. Aún seguía vivo cuando salió el sol y un cuidador lo encontró cerca del cadáver de Romina.
Cristian Leonel
¡Genial! Muy bueno!!
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